Una niña pequeña iba paseando por un parque grande y verde cogida de la mano de su abuelo, cuando en un momento dado pasaron por delante de un gran árbol que tapó el Sol. En aquel instante, la niña le preguntó a su abuelo:
- Abuelo, ¿Por qué cuando el Sol se va aparece la Luna?.- Al oír aquella inocente pregunta, al abuelo se le llenó la mirada de ternura y se le ocurrió hacer soñar a su nieta, y le dijo:
- Porque no los pueden ver juntos.
- ¿Y por qué?
- Porque no les dejan.- la niña sin entender volvió a preguntar:
- ¿Y por qué?.- al anciano se le encendió la chispa de la picardía:
- Por una cosa que pasó hace mucho tiempo.
- ¡cuéntamelo!
- Está bien.
Hace mucho tiempo, existía un pequeño pueblo escondido entre montañas situado en medio de una colina. La cual servía de humilde pedestal a un gran castillo que coronaba su cima. En aquel pueblo los niños podían correr, jugar, saltar, cantar, chillar...en definitiva, podían ser todo lo felices que quisiesen; ya que era de ellos de los que dependía que cada día apareciese en el cielo una nueva estrella. Dado que cada vez que un niño era verdaderamente feliz, en una gran habitación con enormes ventanales, situada en el gran castillo, aparecía una nueva estrella en un cesto de mimbre. Aquella habitación era tan grande, porque todos los padres de los niños del pueblo trabajaban allí ayudando a la Luna a colocar todas las estrellas en el cielo cada noche. Más tarde, por la mañana, el Sol era el encargado de cerciorarse de que las estrellas dormían para poder relucir por la noche.
Lo que tenían de especial aquellas estrellas, es que todas habían nacido de la felicidad de un niño. Por ello, cada una guardaba un deseo, que se cumplía si el niño, al crecer, podía conservar ese sueño que tuvo una vez.
Bien, la historia de amor prohibido del Sol y la Luna surge de una mágica tarde de otoño en la que tuvo lugar el primer encuentro del Sol y la Luna. En aquel instante se fundieron en un solo cuerpo. Fue precioso. Muchos los definieron como un beso de luz y sombras. Limón y azúcar. Algo perfectamente incoherente. Y justo en esos momentos llegó al mundo un niño de pelo castaño y ojos color miel. Nada más salir del vientre de su madre, no hizo otra cosa que mirar por la ventana. Fue la primera vez que vio aquel baile de astros. En aquel momento, apareció la más brillante de las estrellas en aquel viejo cesto de mimbre.
Pasaron los años. Y aquel niño creció sano y feliz en su pueblecito. De él provenían las estrellas más nítidas y brillantes que se hubiesen visto, hasta que llegó el día en el que decidió partir a la ciudad a buscar nuevas sensaciones que vivir y a probar a los bloques de cemento que se le antojaban a todo el mundo, menos a él, objetos fríos y carentes de cualquier tipo de sentimiento.
Las primeras semanas se encontraba lleno de asombro y curiosidad ante tanta gente y tantas cosas desconocidas para él. Allí no encontró ni sus verdes praderas, ni el lecho de aquel rio en el que tantas veces había nadado rodeado de renacuajos. En su lugar se le aparecieron bloques de cemento de colores tristes y gente con ropas apagadas que aprecian suplicarle ayuda. Él había llegado dispuesto a ayudarles.
Le fue todo bien hasta que llegó el momento en el que aquellas personas le dejaron claro que estaban a gusto con sus frustraciones. Que no tenían tiempo para ser verdaderamente felices. Muy triste y decepcionado, se fue a la habitación que había conseguido alquilar en un edificio bastante antiguo en las afueras de la ciudad. En aquel pequeño lugar había conseguido llenar el ambiente de alegría y optimismo empapelando las paredes con grandes dibujos e ideas locas. Pero al entrar por la puerta y recorrer la habitación, no percibió absolutamente nada. Poco a poco, le empezó a rondar por la cabeza que todo aquello en lo que creía no eran más que ideas de fantasía. Ideas en las que solo estaría dispuesto a creer y luchar por ellas un necio loco y ávido de la necesidad de creerse sus propias alucinaciones. Aquellas ideas le rondaron durante toda la noche. Al día siguiente no apareció ninguna estrella en el cesto. Y fue así durante 4 largos meses.
En todo aquel tiempo se dedicó a aprender a comportarse como la gente que le rodeaban. Al final acabó empapelando las paredes de su habitación con un papel apagado y aburrido. Dejó de lado su ropa de vivos y alegres colores, para suplantarla por aquella que llevaba su vecino, y el vecino del vecino. Se estaba apagando poco a poco.
Un día de tantos, se le planteó la necesidad de ir a la ciudad vecina a hacer unos recados. Tuvo que coger un carro para viajar, dado que la distancia era considerable y que había que cruzar medio bosque.
El viaje fue bien hasta el momento en el que un obstáculo inesperado apareció en el camino y destrozó una de las ruedas del carruaje. A partir de entonces, decidió ir a pie. Pasaba casi una hora desde el momento en que se puso en marcha. Entonces divisó un gran árbol bajo el cual decidió descansar. A los pocos minutos de recostarse sobre la corteza de este, noto como algo se movía por las ramas. Se incorporó y divisó una tela de color escarlata moverse ágilmente entre las hojas. Al momento, una figura dio un salto desde las alturas y aterrizó en cuclillas a su lado. Al incorporarse se dio cuenta de que se trataba de una joven de revuelto pelo castaño y ojos de color del chocolate. Tenía una cara divertida y una nariz curiosa. Le inspiró algo que en aquel momento no fue capaz de describir. Desde aquella idílica estampa nació una amistad, aparentemente. A partir de aquel furtivo encuentro, él hizo porque sucedieran de manera más repetitiva. Empezó a redescubrir aquel sentimiento de libertad cada vez que olía la hierba fresca y oía el chasquido que producían algunas ramas cuando el viento soplaba con fuerza. Y sonreía como si no hubiese mañana al descubrir aquella tela escarlata que cubría el cuerpo de ella. Poco a poco empezó a ponerle nombre a aquello que ella le hacía sentir. El único inconveniente que le encontró al principio a aquel sentimiento, fue la vergüenza y el rubor que sentía al mínimamente atreverse a pensarlo.
Un día de tantos en los que se encontraban los dos bajo el gran árbol, acabaron mirándose fijamente a los ojos. Él vio en los de ella una tarde lluviosa en casa con la tímida luz de una hoguera. Sencillez y amor. Ella vio en los de él una Luna perfectamente pintada en el cielo y un baile de estrellas. Fascinación y fantasía. Al darse cuenta de lo que ocurría, no tardó en suceder que los labios de uno se confundieron con los del otro. Todo aquello bajo la atenta y discreta mirada de un Sol que se aventuraba entre las ramas del gran árbol.
Al día siguiente de aquel romántico encuentro, una tímida estrella relució en un cesto viejo.
Pasó el tiempo desgarradoramente lento para la gente normal. Maravillosamente celoso para los dos enamorados. Él no podía dejar de creerse su propia suerte.
Llegó el día de uno de tantos encuentros. Pero aquel en concreto ella había decidido dedicarle un poema a su enamorado. Al no estar segura de hacerlo, llegó antes de lo acordado a su punto de encuentro. Se encaramó a lo más alto de la copa del árbol, y probó recitarle su poema al Sol. Él, por su parte, también decidió sorprenderla con un gran ramo de flores. Su idea consistía en encaramarse al árbol testigo de su amor, y aparecer desde las alturas con flores para ella. Para hacerlo, decidió adelantarse unos minutos a la cita. Al llegar al punto de encuentro concertado, se dispuso a trepar. Cuando llegó a la mitad, descubrió aquella falda escarlata en lo alto recitándole palabras de amor al Sol. Aquellas palabras que creía suyas, ella las estaba gastando con otro. En aquel instante no supo como reaccionar. Los celos pudieron con él. Y sin prestar atención a sus pensamientos, deseó la misma suerte que la suya al Sol. Él tampoco podría disfrutar del amor que, según él, le acababan de arrebatar.
Aquella fue la última vez en que él fue a buscarla a ella y a sus ojos de chocolate. Ella no volvió a salir de día. Se fue a la ciudad, y dejó que esta se la comiese. Y desde entonces, el Sol y la Luna no coinciden en el cielo.
La niña se quedó mirando a su abuelo con ojos tristes. Al darse cuenta de ello el anciano le hizo un guiño a su nieta y le susurró una confesión con cara divertida:
- Pero... - la pequeña abrió mucho los ojos- cada ciertos años, el Sol y la Luna consiguen coincidir en el cielo. Siempre y cuando la estrella del deseo de él esté lejos.- concluyó el abuelo con un guiño de ojos a su nieta.
Pasaron muchos años hasta que llegó el día señalado. Aquel día, una anciana cogió su bastón y se dedicó a caminar hasta dar con un verde bosque. Al encontrarlo se adentró poco a poco en el. A los minutos se sentó bajo un majestuoso árbol de grandes y verdes hojas entre las cuales un coqueto Sol jugaba a esconderse y aparecer entre las ramas. Momentos más tarde, una sombra enorme se hizo con todo el paraje. En aquel instante lágrimas nublaron los ojos de la anciana. Aquella trágica estrella debía estar lejos. El Sol y la Luna acababan de besarse.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar