martes, 12 de junio de 2012

Historias de la chica descalza.

Eran las cuatro de la tarde. Tal vez el escenario fuese un salón decorado con muebles viejos y un televisor lleno de polvo. Todo en penumbra. La poca luz que se adivinaba, se filtraba entre viejas cortinas de colores inesperados. Digo tal vez, porque al mismo tiempo se respiraba el aire caliente del desierto y la sensación de asfixia no cesaba ni con la suave brisa que hacía bailar sus mechones de pelo enmarañado. Iba descalza. Sus dedos se contraían de igual modo como si estuviese pisando baldosas frías. Aun así, ella notaba la arena árida rodeándola a cada paso. Se dirigía lentamente hacia otra supuesta habitación. Esta vez consistía en el mas gélido de los parajes. Unas sábanas gastadas hacían a la vez de olas cargadas de misteriosas criaturas y de mantas cuando caía el sol. Una mesita al lado del colchón chirriante, confería al espacio un pequeño atisbo de que allí dentro algo habría que guardar. Y a su vez, de que realmente no se trataba de una llanura de hielo desolado, abatida furiosamente por rachas de viento inagotables. Al otro lado delante cama, se adivinaba una silla de color quejumbroso, sepultada bajo toneladas de nieve y ropa. A su vera, se encontraba un armario de aquel mismo extraño color, haciendo el papel de iceberg en medio de la nada. El único instante en que la vista reposaba sobre algo que no fuese de colores fríos y distantes, era un pequeño cuadro, situado en medio de una pared desnuda. Éste no simbolizaba nada más que un estrecho refugio de los colores gélidos y desafiantes. Volvamos a ella. Entró en su Siberia particular. Completamente personalizada en su día. Pero quién sabe cuando fue aquello. De nuevo, sus dedos volvieron a quejarse al tacto de las baldosas. Pero esta vez, el escalofrío se extendió a todos los recovecos de su piel. Amortiguó la ventisca, que al cerrar la puerta se produjo, cubriéndose la cara con ambas manos y agarrándose al suelo, hasta casi romperse las uñas. Pasaron minutos interminables, disfrazados de horas inexpugnables por cualquier otro entendimiento. Llegado el momento en que el sordo rumor del frío caló sus huesos, tuvo que huir de aquel intrépido lugar. Una vez más, los pies descalzos rozaron el suelo. Pero esta vez discurrieron las frías montañas y el árido desierto, como si de una pluma al viento se tratase. Abrazó su abrigo y las llaves, y la chica descalza alcanzó el duro asfalto de la jungla helada, el bosque enardecido y la realidad bajo sus pies desnudos.